Hace poco aprendí que las letras son serpientes y las frases, largas lianas que decoran la más salvaje de las selvas.
Sí, sí: como lo oyes. Se me olvidó preguntar qué eran para ella las comas o los dos puntos. ¡Menuda oportunidad desperdiciada! Quizá habría descubierto que se tratan de peces de colores o de leones que rugen sin miedo; de las gotas de lluvia que rebotan en un lago y se pierden entre las ondas que se dibujan sobre la superficie, simétricas en la quietud del silencio.
Puedes pensar que he perdido la cabeza, pero esa fue la respuesta que una de mis alumnas me dio en clase hace poco: «Teacher, es que me cuesta leer porque las letras son serpientes».
Lo dijo con un tono de obviedad que me hizo replantearme si lo más sensato no sería pedir cita con el oftalmólogo. Me hubiera gustado leer las frases igual que ella y ser capaz de ver serpientes en lugar de letras, de sentir esa misma excitación que le provocaba una frase que, al principio ininteligible, terminaba por ser descifrada.
Algo sorprendida, me agaché a su lado, señalé la frase y le pregunté lo siguiente:
—¿Aquí ves serpientes?
Aunque puedas pensar lo contrario, mi tono no fue acusador. En el fondo quería, no, anhelaba, contemplar el mundo igual que ella. Blanca tiene siete años y no solo se ríe con frecuencia; también tiene una imaginación que supera cualquier límite. Cada tarde al llegar a clase me cuenta una historia; yo me quedo escuchándola y pienso «sigue soñando, pequeña».
—Sí. No dejan de moverse —explicó, desanimada. No se me habría ocurrido una mejor manera de describir lo que era la dislexia—. Tengo un problema, teacher —añadió, cabizbaja. Se me escapó una sonrisa cariñosa, pues, pese a solo llevar un mes y medio dando clases, cada vez me gusta más esa palabra—: odio leer.
—¿Porque ves serpientes? —traté de adivinar.
—Sí. Y no me gustan.
—A mí tampoco —concedí con un asentimiento de cabeza—. Aunque son un animal muy interesante. Las puedes encontrar en todo el mundo, igual que sucede con los libros, y suelen tener una familia muy grande. ¿Tú tienes hermanos, Blanca?
—Dos. —Contó con las manos, orgullosa.
—¿Y sabes que la serpientes no tienen párpados y huelen con la lengua?
—Uala —dejó escapar en un suspiro, extasiada—. Qué guay.
—¿A que ahora ya no parecen tan malas?
Negó con la cabeza y devolvió la mirada al libro. Alguien que hubiese entrado en clase en ese mismo momento no habría visto extraño. Si uno se fijaba lo suficiente en ella, sin embargo, podía distinguir esa arruguita de curiosidad en su ceño fruncido. Apretaba los puños con algo que había comenzado siendo frustración y que, esperaba, luego se transformaría en la determinación que te domina cuando sabes que vas a superar un reto. Ningún otro niño en esa clase veía serpientes en las letras y no cabía duda de que eso podía ser difícil a la hora de leer (¡y en inglés! Eran serpientes extranjeras), pero no era nada que Blanca no pudiera superar.
—Puedes ver el mundo de manera diferente —le susurré al oído, casi como si fuera nuestro secreto, mientras el resto hacía los ejercicios de turno—. No dejes que nadie te convenza de que eso no es un don.
Blanca me observó, extrañada ante la solemne declaración. Terminó por soltar una carcajada infantil que reverberó en el aula con alegría y retomó la actividad con ganas renovadas. Me incorporé y volví a mi sitio sin perderla de vista. Durante el resto de la hora, no dejé de preguntarme qué estaría viendo en las páginas que tenía frente a ella. Hacía mucho tiempo que no deseaba con tantas ganas volver a ser una niña.
Ese día aprendí que las letras no eran las que siempre me habían enseñado y que, en su lugar, podían ser mucho más divertidas. Quizá solo nos hiciera falta ver el mundo a través de los ojos de un niño para darnos cuenta.